Historia de vida #6: No hay segundas oportunidades
Se podría decir que crecí en la organización al grado que a los 13 años ya estaba bautizada y era precursora auxiliar. Para ese entonces había terminado la secundaria y mis padres se rehusaron a que yo siguiera estudiando. Mi madre tenía una hermana que era esposa de un anciano y superintendente de asamblea, por lo que siempre decían que una carrera no era necesaria. Mis siguientes años fueron muy tristes: No tenía amigos ni dentro ni fuera de la organización; mi inquietud como joven era más que predicar, hasta que un día pude conseguir un trabajo que no era con hermanos y tuve que salir de viaje por parte de mi trabajo. Ya había conseguido el permiso de mis padres, pero ese día tuvimos estudio de libro en la congregación y cuando llegamos a casa mi padre dijo: “no irás a tu viaje y dejarás ese trabajo”; no sé explicar cómo me sentí, pero fue el punto clave del término de mi tolerancia. Esa fue la primera vez en que me rebelé a las órdenes de mi familia. Tomé mis cosas, las pocas que dejaron que yo me llevara, y me salí de mi hogar. Acababa de cumplir 18 años y recuerdo que al subirme al taxi mi padre me gritó: “te doy una última oportunidad, sino en tu vida regreses”; me fui y en el camino dije: “Jehová, hoy dejo a mi familia pero no a ti, dame la suficiente fortaleza para enfrentar todo lo que venga bueno o malo”.
Estudié el bachillerato, hice un intercambio de estudios y me fui de México a estudiar a Venezuela y a Colombia. Cuando cumplí 26 años, regresé a México y empecé a trabajar. ¡Ya tenía una carrera universitaria! Un día me dijeron que mi padre estaba mal de salud y mi familia me pidió regresar al hogar. Por la necesidad del amor de ellos (que jamás me habían demostrado), quise pensar que después de 8 años fuera de casa las cosas serían diferentes al regresar con mis padres; al comienzo fue bueno pero regresé a lo mismo: A ser precursora, pero teniendo un trabajo que nadie me pediría dejarlo. Tuve amistades de hijas de ancianos y demás jóvenes “ejemplos”.
Un buen día, se me notificó que tenía que acudir a un comité judicial. Estaba sorprendida, pues no sabía qué estaba pasando. Ese día, los tres ancianos me dijeron que mi mejor amiga, hija de un anciano, había tenido relaciones con un siervo ministerial, su novio, y como yo era su amiga estaban seguros que yo sabía de esa relación. Fue el peor día de mi vida, pues me dijeron que seguro sabía dónde se veían y cuándo lo hacían. Uno de esos días, en un careo con mi amiga y yo, a ella le pidieron relatar su acto sexual. No puedo describir la vergüenza que sentí de solo escuchar cómo degradaban a mi amiga, cómo pisaban su poca dignidad que le quedaba. No soporté y me salí de la audiencia. A la semana siguiente, me hablaron los ancianos de la congregación y me leyeron un texto bíblico, que ni bien lo recuerdo, porque tenia la mente en blanco, lo único que escuché fue: “estás expulsada” y los miré y les dije: “no estoy expulsada, ni hice nada en contra de la organización, pero les prometo que voy a poner todo al descubierto”. Salí de ahí y me prometí no regresar jamás a las reuniones con esos ancianos. Apelé esa expulsión en Betel y a las 3 semanas llegó mi solución: Habían rechazado mi expulsión y seguí siendo precursora.
En cuanto tuve la resolución a mi favor, delante de 7 ancianos, les arrojé mi escrito donde renunciaba y me desasociaba de los testigos de Jehová. Tenia ya 28 años y no me importó nada mi salida del “pueblo de Jehová”. Fue difícil por mi familia, pero esa segunda vez fue degradante, mi reputación estaba por los suelos y ya no era “buena amistad” para nadie, todos me dieron la espalda, todos: mi familia, los supuestos amigos, ¡todos! ese mismo día mi padre me dijo que me fuera de su casa pues como anciano que era, le perjudicaría en sus “privilegios”. Por 10 años no me hablaron, no quisieron saber de mí, yo seguí con mi vida. Tengo un niño de 3 años al que amo y aún estando fuera de la organización he visto muchas bendiciones de parte de Jehová, pero el que mi familia me haya dado la espalda aún duele. Haber sido testigo de Jehová marcó mi vida, dejó cicatrices que jamás se borrarán; pisaron mi dignidad, manipularon a su gusto mi reputación. Pero me queda claro, a todos les llega su hora. Cuatro de los 7 ancianos de mi comité fueron expulsados posteriormente, uno de ellos se suicidó hace una semana, no pudo aguantar lo que él mismo propició a otros: la soledad y destierro. A otro lo dejó su familia.
No me alegra, pues aprendí que Jehová es amor y al único que le corresponde juzgar. Hoy por hoy soy feliz y le doy gracias a Jehová porque todos los principios bíblicos están arraigados en mi corazón y me han ayudado a ser perspicaz. Ahora que tengo a mi hijo, haber sido un tj fue una experiencia que jamas repetiría y que cuando alguien me dice estoy estudiando sólo le sonrío y digo: ¡mucha suerte! Soy feliz, soy alegre, nadie me limita y sigo creyendo en Jehová, pero en mi corazón y mente no necesito una religión ni hombres que me impongan cómo tener fe al Dios que yo quiera creer. Siempre he pensado que en la vida tienes una llave para una puerta que te da la opción de comenzar de cero y esta vez sí ser feliz, esa llave puede ser la libertad que necesitas para iniciar una nueva vida y realmente decir que sí existen las segundas oportunidades.