Mi madre era solo una adolescente cuando se quedó embarazada de mi hermano mayor. Así se fue a vivir con mi padre y siendo mi hermano aun chiquito, nací yo. Eran muy jóvenes e inmaduros y tuvieron muchos problemas que terminaron separándolos varias veces. Para ese tiempo, mi abuela materna conoció a su nueva vecina, la mujer era testigo de Jehová y se ofreció a darle a mi abuela estudio de la biblia. Ella no lo aceptó para ella, pero sí para mi madre. Así que al cabo de un tiempo, mi madre empezó a estudiar y a progresar rápidamente. Así a mis dos años, se bautizó. Entonces crecí como testigo de Jehová. Durante el transcurso de mi niñez, ocurrió la separación definitiva de mis padres. Terminamos mi mamá, mi hermano y yo, yéndonos a vivir a casa de mi abuela. Ahí vivía ella con los hermanos gemelos adolescentes de mi madre. Eran y siguen siendo unos tipos muy violentos y con muchas otras malas aptitudes. Crecí viviendo crudos episodios de violencia intrafamiliar, abuso de sustancias, promiscuidad sexual y un total descontrol, descuidos y maltrato de los adultos a nuestro alrededor hacia mi hermano y a mí. Fuimos abusados de diversas maneras, algunas tan horribles que no he sido capaz de contarle a absolutamente nadie.
En medio de todo esto, mi madre nos criaba como testigos de Jehová. No podíamos hacer la mayoría de las cosas que hacían los otros chicos y eso a menudo me frustraba porque en el fondo de mi corazón quería hacerlas. Nunca recibí regalos por mi cumple, navidad, día de reyes, ni ninguna otra festividad. Era muy triste. Recuerdo que mi madre me llamaba Flor Rebelde por mi costumbre de preguntar y armar mis propios argumentos. Ella era una madre muy estricta y de más está decir, que también era, aun siendo testigo, una persona violenta. Y yo me preguntaba porqué no practicaba el amor que me decía que debíamos predicar. Los ancianos sugirieron que me diera estudio una precursora de la congregación. Y así empecé a estudiar con aquella joven hasta mis 13 años. Entonces recuerdo que el superintendente de circuito en una de sus visitas me dio "estímulo" para que me bautizara, cosa que hice meses después. Sin embargo, admito que lo hice, porque pensaba que eso debía hacer aunque me traté de convencer a mí misma de que eso quería. Pero a decir verdad, nunca hice siquiera aquella oración de dedicación. Una vez bautizada la presión sobre mí empezó a crecer. Mi madre tenía un afán muy grande en que yo progresara espiritualmente al punto de convertirme en un ejemplo. Aparte, tenía miedo de que yo me alejara, pues mi hermano a esas alturas, ya renegaba de ir a las reuniones y a cualquier otra actividad de la congregación.
Empecé a asociarme con una joven que venía de una familia con un buen historial. Eran todos testigos de Jehová ejemplares y muy conocidos en todo el país. Con aquella joven conocí a muchas personas y visitamos muchas congregaciones por todo el país. También nos hicimos precursoras juntas. En todos esos viajes y con todas las personas que conocí, pude ver todo tipo de casos. Me desilusionó mucho darme cuenta de cómo existen las jerarquías en las congregaciones y como los privilegios se otorgan en muchos casos a las mismas personas. También conocí el chisme y el morbo. Muchas personas con vidas destruidas gracias a habladurías. Entonces empecé a ver que los testigos de Jehová eran personas como cualquier otra y que en verdad no eran ni el pueblo más feliz, ni los más honestos ni humildes. Empecé a sentir muchas dudas.
Cuando cumplí 19, me fui con mi madre finalmente de casa de mi abuela. Donde nos mudamos empecé a relacionarme con los hermanitos de la congregación local y en sentido general estaba muy tranquila. Pero entonces conocí a un joven que pronto se convirtió en mi primer novio. Muy rápido empecé a notar en él cosas que no me gustaban, como falta de atención hacia mí y una actitud muy posesiva. La relación no prosperó y el desencanto de mi madre fue tal que me amenazaba constantemente con decirle a los ancianos de mi supuesta inestabilidad espiritual. Empezó una guerra con mi madre por controlarme. Hasta que un día, me mudé sola. Fue un gran paso, porque me matriculé en la tan desaconsejada universidad y por primera vez hacía las cosas como pensaba eran mejor y no porque me las imponían. Empecé a darle vueltas a la cabeza con preguntas que tenía, como por ejemplo: ¿por qué había que predicar tanto si al final Jehová conocía y examinaba los corazones y podría saber fácilmente quien era merecedor? o ¿porqué tratar tan mal a los expulsados, si Jesús fue tan bueno con los pecadores y si se sentaba a la mesa a comer con ellos?
Todo este asunto me llevó a padecer una fuerte depresión. Bajé muchísimo de peso y me encerraba. A eso le sumo el dolor por los rumores esparcidos por quienes se decían ser mis hermanos y decían apreciarme. Empecé a recibir tratamiento piquiátrico y psicológico. Sufrí mucho en aquella época porque aparte me sentía muy sola y eso contribuía a sentirme peor. Un día conocí a quien hoy es mi esposo y recuerdo que él me dijo que yo pertenecía a una secta. Me sentí ofendida, sin embargo reconocía que él tenía razón con algunas cosas que me decía que mostraban lo incoherente de lo que aprendía. Así un día dejé de asistir a las reuniones. Me casé, me fui a vivir al país de mi esposo y tuvimos dos hijos. A las reuniones no asistí más y solo tengo un plan: Criar a mis hijos lejos de influencias dominantes y por supuesto siempre defenderlos y estimularlos a llegar a sus propias conclusiones y a hacer preguntas. Somos una familia feliz y no necesitamos de ninguna secta ni de una promesa para cultivar valores.