Mi nombre es María Guadalupe Gutiérrez Arroyo. Tengo 24 años y 17 de ellos los viví como testigo de Jehová. Lo que voy a narrar a continuación es cien por ciento verídico. Deseo transmitir esta historia, mi historia, de la manera más objetiva y tranquila posible. La familia en la que me crié no es la ideal: mis padres siempre peleaban y había mal ambiente en casa. Mi hermano, mi madre y yo sufríamos de violencia doméstica. Siendo una mujer vulnerable, mi madre buscaba consuelo y ayuda, algo a lo cual aferrarse y en lo cual creer ya que el amor de una pareja (que ella creía eterno y fuerte) le había fallado. Así fue como conoció a los testigos de Jehová. Además, un hermano de mi padre, mi tío Toño, pertenecía a la organización y ya les había contado muchas veces a mis padres que le cerraban la puerta en la cara y lo maltrataban cuando predicaba y a mis padres eso les pareció muy cruel, así que, después de pedirle permiso a mi padre, mi madre comenzó a ser visitada por los testigos de Jehová estudiando el libro “El conocimiento que lleva a vida eterna”. Marta Colín, la mujer que le daba estudio, se la pasaba hablándole a mi madre del paraíso, de que la Biblia ayudaría a mejorar su vida, de que la habían engañado todo el tiempo con mentiras religiosas pero que ahora, con el estudio bíblico, conocería la verdad. De manera que, a pesar de haber sido una ferviente Católica y celebrar en grande cumpleaños, navidades y halloween, mi madre dejó todo aquello atrás, pues se convenció de que alegraría a Dios y mejoraría su vida. Mi padre también se unió al estudio, por la insistencia de su hermano y porque la “educación” que estaba recibiendo le parecía maravillosa, además de que quería lavar culpas y sentirse expiado, pues ha estado involucrado en delitos y muchas cosas malas. Así pues, mis padres se tomaron en serio todo aquello del paraíso, los ungidos, el armagedón, la verdad, la teocracia, la predicación, etc. Y obviamente nos lo inculcaron a nosotros.
Dentro de muchas cosas malas y miserables que me han ocurrido en la vida, haber sido parte de los testigos de Jehová y haber estado en contacto con ellos ha sido de lo más doloroso que he tenido que sufrir, pero es también algo de lo que más agradezco, pues me otorgó sabiduría. Los hermanos en general siempre fueron muy amables conmigo. A lo largo de mis años ahí me llamaban, me invitaban a paseos, me daban regalos y dulces, me saludaban con mucho cariño y alegría, etc. Este comportamiento afectuoso casi siempre era acompañado por exhortaciones para portarme bien, ir a la reunión, vestirme “modestamente”, juntarme más con ellos, salir a predicar, o cualquier otra cosa que tuviera que ver con mi mal llamado crecimiento espiritual. Como sea, no podía simplemente ir y sentarme a escuchar la reunión, constantemente se me aconsejaba “progresar”, seguir, llegar a la meta del bautismo. A mi familia y a mí nos dieron como siete u ocho estudios bíblicos, todos con el libro “El conocimiento que lleva a vida eterna”, algunos hermanos eran más amables, otros más secos, pero en general, me la pasaba bien en los estudios por dos razones: me gustaba contestar las preguntas y sentirme encomiada y porque cuando iban visitas a la casa mis padres al menos tenían que fingir que no había problemas o callarse el ruido de sus peleas. Así, transcurrió el tiempo: seguía el mismo ambiente feo en mi casa, además de que mi papá usaba la religión como excusa para mantener a mi mamá sometida; también sufría de bullying en la escuela. No era suficiente que me molestaran por ese extraño rasgo de la naturaleza humana que te indica que debes ser cruel con los demás porque, aunque no te hayan hecho nada, te resultan repulsivos, también me molestaban porque no saludaba la bandera, ni cantaba el himno y cargaba mis libros religiosos para todos lados. Yo me sentía muy triste y mal. Era una niña retraída y uraña y no me sentía feliz en ningún lugar: ni en mi casa, o la escuela, ni en el salón del reino. Sólo quería morirme o que se muriera mi papá y le oraba a Dios por eso. Nadie, absolutamente nadie, sabía lo que yo pasaba. Sólo tenía que cumplir con obligaciones y esas cosas, responder lo que debía responder, callarme cuando debía callarme y sentir lo que querían que sintiera.
Ahora que lo estoy recordando pienso en que nunca, nunca, me gustaría volver a ser niña: ser carne de cañón de otros, excusa, títere, mochila de chantajes que te puedes llevar de acá para allá y que cree todo lo que le dicen y confía. Como sea, así pasó el tiempo, un buen día, durante mi adolescencia, llegó a nuestra congregación, la congregación Fovissste de Morelia, Michoacán, la familia Solorio. La esposa del hermano y su hija Joycy se ofrecieron a darme estudio y yo acepté, la verdad me sentía muy a gusto. En ese tiempo mi vida mejoró mucho: mi padre se fue a trabajar lejos y descubrí la libertad por primera vez: de mirar por la ventana, de hablar, de pasear, de cantar, de no llorar… pero todavía me faltaba descubrir la esclavitud mental. La hermana Isabel (la señora) me enseñaba muchas cosas bellas que me llegaron al corazón: que era importante hacer cosas por los demás, amarlos, respetarlos y, sobre todo, mostrar gratitud a Dios. Las ideas eran lindas, pero yo no entendía cómo era que sólo únicamente bautizándome podía agradar a Dios plenamente y escapar de la destrucción profetizada en la Biblia. La verdad no me llamaba la atención predicar ni bautizarme, pero como dije antes, percibía una presión constante de hacerlo. Incluso, una vez la hermana Isabel me dijo que quien adquiría conocimiento y no lo demostraba bautizándose era como agua estancada que se pudre. Eso me hizo sentir mal y comencé a pensar que tal vez era algo natural, que se debía hacer, que era algo lógico. Además, me sentía algo excluida por no estar bautizada: no me invitaban a paseos más íntimos, en la reunión de servicio no me sentía cómoda comentando porque hablaban de pura predicación y eso, aparte de que todos hablaban de cuando salían al servicio y yo no sabía ni qué onda con eso. Era un sentimiento parecido a cuando en tu escuela todos han visto una película y hablan de ella y hacen chistes sobre ella y tú no la has visto. Leía la Biblia día y noche, hacía el texto diario, leía las revistas, los libros, cantaba los cánticos, trataba de cumplir TODO al pie de la letra… trataba de ser una buena testigo de Jehová (pues yo me percibía así aunque no estuviera bautizada) y una buena hija y persona y todo iba relativamente bien, hasta que mi madre tomó la decisión de que la acompañara al servicio por recomendación de los ancianos. Para ese entonces mi madre ya se había bautizado y estaba loca. Entró en un éxtasis mayor que el de Santa Teresa de Jesús y todo el tiempo nos arreaba para ir a la reunión, nos prohibía ver películas no apropiadas, canciones, expresiones, etc. Era exasperante, así que cuando mi madre me obligaba a ir con ella al ministerio me sentía muy enojada y aburrida, pero poco a poco le fui encontrando el gusto: me gustaba hablarle a las personas de cosas positivas: del amor de Dios, de su bondad, de que pronto iba a cambiar lo que nos hacía sufrir, de que le importábamos a Dios, etc. Me encantaba consolar a las personas como me hubiera gustado ser consolada. Aquel estilo de vida me empezó a gustar y los mimos y buena onda que los hermanos me daban cuando era una pequeña volvieron, de manera que estaba muy feliz.
Sin embargo, llegó, “el tigre en la casa”, como lo menciona poéticamente un autor cuyo nombre no recuerdo ahora mismo: aquello que desgarra por dentro al que lo mira. Comenzaron mis problemas de ansiedad, es decir, una tortura horripilante. Como hablaban tan bien del bautismo y de la bendición que era, idiotamente creí que si me bautizaba la cosa horrible que sentía iba a desaparecer porque Jehová la alejaría, no fue así, al contrario, fue peor. No puedo explicarlo con palabras, nunca he podido, pero reproduzco la carta que intenté enviar a Betel cuando ya no pude más y estaba al borde del suicidio y buscaba ayuda de las personas que creía tenían la verdad y los mejores consejos del universo: Hola. Mi nombre es María Guadalupe. Primero que nada quiero decirles que admiro profundamente su amor por Dios y por la obra tan maravillosa que realizan. La verdad es que yo ya estoy bautizada como testigo de Jehová, pero no siento ninguna felicidad. De hecho, me siento muerta por dentro desde hace no recuerdo qué tantos años. Yo tengo muchos problemas, y sé que ninguno de ellos es algo que Jehová provoque, pero estoy segura de que mi crianza ha fomentado que yo haya crecido con estos problemas. Miren, mi problema principal es que yo no me siento cerca de Jehová. Desde niña me contaban historias bíblicas y se me hacían bonitas y yo era feliz de escucharlas y creía en Dios aunque no sabía bien quién era él (como aún ahora no lo sé). Con el tiempo recibí educación “cristiana” que se supone que consistía en decirme que Dios me veía todo el tiempo y que lo que yo hacía debía glorificarlo y que tenía que ser fiel a Jehová y todas esas cosas para que él me amara, pero mi amor no creció a la par de esos “consejos”. Mi amor se estancó. No progresó. Mis miedos y mi obsesión de “cumplir” todo eso fueron más fuertes. Y de esa forma, empecé a hacerme una imagen falsa de Dios, así como un ídolo, en mi mente. Una imagen de un hombre en las nubes, con cabello largo café y barba y con el torso descubierto.
Imaginaba que ese “dios” me veía desde el cielo (o desde el techo de mi casa) muy severo y enojado o contento o como según se “sintiera” y me veía todo el tiempo (yo imaginaba pues que me veía) y me seguía todo el tiempo. A su lado siempre estaba una imagen parecida que según representaba a Jesús. Yo me autosugestioné de una manera bestial. E imagínense, para mí, eso era Jehová. Para mí, eso sigue siendo mi concepto de Jehová. Yo no aprendí a amar a mi Dios ni a sentir cariño por él como debería. No aprendí a observar su majestad, ni su grandeza, ni sus verdaderas cualidades y personalidad. Ni a cultivar una relación con él. Ni siquiera sabía cómo orarle. Realmente no conozco a Jehová. Yo me hice ideas falsas que siempre me hicieron sentir muy mal. Pero yo creía que eso era normal. Ahora me siento fatal, porque cada vez que leo la Biblia, o veo el nombre de Jehová en alguna parte, recuerdo todo eso y me asqueo. Me viene la imagen esa a la mente. No veo la forma, no la encuentro y eso me desespera, de acercarme a Dios de verdad y amarlo y respetarlo y dejar de pensar y de angustiarme por esas porquerías falsas.Yo empecé a reflexionar sobre esto porque me pasó algo horripilante: empecé a tener pensamientos asquerosos acerca de ese “dios”. Y digo que estaban plenamente basados en ese dios porque cuando yo pensaba/pienso aunque sea un poquito en la majestad y belleza de lo que ha creado Dios (que es un pequeño reflejo de él mismo y sus cualidades) pues no pienso esas cosas. Siento que a ese Dios lo respeto y lo quiero querer mucho, pero esta otra cosa me aterra en mis pensamientos. Y lo peor es que soy yo misma con todas las cosas malas que traigo revolcadas y todos mis malestares y miedos.
Pues lo que me pasó fue que esos pensamientos un día llegaron a mi mente como automáticamente (se me venían a la mente palabras obscenas, sexuales, cosas malas, vulgares, ofensivas, dañinas que estaban relacionadas con ese dios o con el nombre de Jehová que yo le adjudicaba erróneamente a esa imagen tonta) y mientras más me angustiaba pensaba cosas peores y peores y peores. Luego empecé a tener obsesiones de ese mismo tipo pero con la gente a mi alrededor, con mi familia, con TODO. Pero no son cosas que me gusten, son pensamientos que me hacen sentir mucha, mucha angustia y miedo y desesperación. Pensaba cosas como esas todo el tiempo. Llegué a creer que me podría infartar en la noche: no dormía bien, ni podía distraerme de eso. Sentía incluso que la cosa esa estaba observándome mientras dormía, me lo imaginaba, por supuesto. Y ahora puedo calmarme más porque llegué a saber que es ansiedad y que funciona así: mientras más me da miedo que algo malo le pasara a una cosa, situación o persona que me importa, con más aprensión la veo si llego a estar en ese estado angustiado y más posibilidades tengo de pensar LO PEOR de aquella cosa o persona o situación, sencillamente porque es una cosa que hace adrede la mente por el exceso de preocupación y de escrupulosidad. Nunca le había hablado tan sincera y claramente de esto a alguien. No tenía las palabras, no comprendía.A veces me siento muy triste y enojada y desesperanzada, porque creo que mucha gente contribuyó a hacerme este daño que tengo ahora, porque no sólo es eso: son montones más de cosas que han tenido que ver con mis dolores, pero estos son los más importantes, y creo que los que me formaron metieron mucho la pata y en vez de formarme me pusieron trabas y me hicieron infeliz, creyendo que me hacían un bien. A veces me da mucha vergüenza tratar de acercarme a Dios de nuevo o tratar de reconstruir mi vida. Me parece algo que no merezco, me parece que estoy demasiado sucia, que soy demasiado ridícula y asquerosa. Lo deseo con toda mi alma: deseo recuperarme y que todo esto quede en el pasado “como una torpe pesadilla soñada por una mente enferma”, quisiera de veras ser feliz y disfrutar la vida y conocer y amar al VERDADERO Dios y no tener estas angustias que me carcomen ni recordarlas. Pero a veces se me hace sumamente imposible. Hermanos, yo les escribo porque no tengo con quién desahogarme, porque creo que nadie me entiende, porque creo que ustedes quizás pueden comprender bien lo que siento, porque no quiero angustiar a la gente que me conoce. Ustedes son a la vez conocidos y desconocidos. Ustedes son gente tan buena en cuyas manos uno se siente bien: como en las manos de un doctor amable o de un especialista muy bueno en algo. Por favor, ayúdenme, dénme un consejo, una palabra de aliento. Tengo tanto miedo dentro de mí. Tengo tantas ganas de que alguien me abrace, de que alguien me diga que soy una persona valiosa, de que alguien me diga que Dios no me odia y que comprende bien todo eso y que todo lo que me digan sea verdad ¿verdad que sí lo comprende? desearía poder amarme a mí misma. Yo no me amo. Yo me detesto mucho, y si no fuera porque le tengo miedo a la muerte, me mataría. Pero sé que hay razones para vivir y que, en realidad, soy una persona encantadora y no soy mala, pero a veces no sé cómo acceder a una vida buena y estable. Tan sólo tengo 22 años, no quiero que mi vida se siga destrozando y desperdiciando. Por favor, oren por mí y envíenme alguna opinión sobre esto. No quiero que me digan lo que quiero oír, sino lo que a ustedes les nazca. Y, por favor, tengan cuidado con los jóvenes de las congragaciones: a veces el “mundo” no es lo que les hace daño, a veces es la misma congregación y la falta de cariño y de naturalidad con los que se deben ver las cosas. Yo no pienso abandonar la organización porque sé que es buena, pero sé que a veces algunos consejos se dan con cierto fanatismo muy dañino. No le hagan eso a los jóvenes. Enséñenlos a amar a Dios, no a temerle. Enséñenlos a vivir tomando decisiones sabias, no a tenerle miedo a la vida. A ser valerosos y decididos, como las personas de las que habla la Biblia, no perfectos jovencitos que se atemorizan o se cierran a todo lo que suene a “mundo”. Enséñenlos a no asustarse y creer que en cualquier momento van a “tropezar”, más bien, ayúdenlos a desarrollar confianza en sí mismos, en la verdad y en Dios. Enséñenlos a amar a toda clase de gente y no a juzgarla o a apartarla de ellos sólo porque es “mundana”, eso sí, acérquenles principios que les beneficien para no copiar modelos dañinos de conducta. Pero, créanme, mis amigos “mundanos” (los que en verdad son amigos) para mí han sido una bendición en esta vida tan angustiante que he pasado. Y no me arrepiento de tenerlos ni de haberme juntado con ellos, son gente que vale mucho la pena. Y a veces me siento tan mal también, porque estoy “discapacitada” emocionalmente para predicarles. Y sé que el mensaje de la Biblia les sería una bendición.
Muchas de esas cosas me dañaron, y créanme, dañan a más personas dentro de la organización que las que se imaginan.Por favor, perdonen la extensión de mi texto. Esto me estaba matando, aún me mata todo esto, pero poco a poco sale el veneno. Quiero agradecerles por leer mi texto y decirles que, aunque no los conozca, los quiero mucho porque son mis hermanos, y deseo que estén muy bien. Por favor, envíenme una respuesta, ya sea por correo normal o por correo electrónico para que no gasten dinero. Agradezco infinitamente su paciencia, su labor y comprensión. María Guadalupe Gutiérrez Arroyo Como ven, estaba desesperada y traté de buscar apoyo en quienes se supone eran mis hermanos de fe, no obstante, sólo recibí burlas, regaños y exhortaciones a esforzarme más de los miembros de mi congregación, de hecho, por eso nunca envié la carta a Betel, porque temía recibir las mismas respuestas y decepcionarme. Angustiada hasta el hartazgo y con mucha desconfianza (pues en las reuniones y publicaciones se insiste en que ningún profesional de este mundo podrá nunca ser superior a Jehová en cuanto a darnos consuelo) decidí acudir a un psicólogo y este me diagnosticó ansiedad generalizada y depresión profunda. Me canalizó con el psiquiatra y este me recetó medicamento psiquiátrico que me vino muy bien. Esta medicina me ayudó a pensar con claridad y me di cuenta de que había tres cosas que me hacían sentir la ansiedad y me destruían y decidí ponerles fin: el ambiente en mi casa (denuncié a mi padre por maltrato y eso lo calmó y ahora somos buenos amigos), el miedo que tenía a no ser amada por un hombre porque me sentía fea e inútil (y lo pensé bien y mandé al carajo esas ideas y me di cuenta de que no tengo por qué gustarle a nadie, sólo a mí misma) y las ideas restrictivas de la religión con las que ya no podía más, como eso de no poder vestirme como quisiera, hablar como inferiores de los que no son testigos, tener que sentirme culpable y pecadora, tener que orar a Dios en cada comida y un largo etcétera. Así que dejé la religión en el maravilloso mes de octubre del 2014. Así descubrí por segunda vez la libertad: a ser yo misma, a creer lo que me venga en gana, a no dar respuestas concebidas por otro, a crearme mi mundo de ideas y conjeturas. Envié una carta a los ancianos y simplemente me desasocié. Otra cosa que me ayudó a quitarme la venda de los ojos y salir de esta organización que me cansó y me chupó la energía es haber cultivado el pensamiento crítico en la universidad. Eso me ayudó a ser más tolerante y a no tragarme cualquier idea que me digan sólo porque lo dice alguien que dice hablar por Dios. Actualmente puedo decir que estoy en paz conmigo misma. No voy a negar que al escribir esto se movieron muchas cosas dentro de mí, de verdad es más fácil escribirlo que vivirlo. Me llevo bien con mi madre y mi padre y respeto sus creencias, así como ellos me respetan a mí. Los ancianos hablaron con mi madre y le dijeron que no debía hablarme ni comer conmigo, ni debía acompañarla al mercado, pero ella y yo nos preguntamos ¿entonces quién carajos le va a ayudar a cargar las bolsas del mandado? Y reímos y seguimos como siempre. Mi padre dice que no hablarme porque yo tenga libertad de dejar de ser testigo es fanático y que por eso no se bautiza, mi hermano también está bautizado y a ojos de la congregación es inactivo, pero él vive normal, como cualquier persona. Creo que soy afortunada porque no he perdido a mi familia como lamentablemente sí les pasa a otros. Y agradezco eso. Hoy en día ya no tengo miedo a los demonios o a hacer algo incorrecto o a enloquecer, me gustan los horóscopos, leer el tarot, celebrar todas las fiestas que haya, abrirme a entender y opinar sobre cualquier ideología o tema, vestirme como quiera, oír la música que quiera, ver y leer lo que me dé mi gana y no tener miedo a que ello me contamine. Creo en la Divinidad, pero ya no la llamo Jehová, es mi Gran Misterio, mi Belleza Eterna, mi Gran Bondad, la cosa que según yo nos da vida y aliento y oportunidad a todos y que es algo muy personal. Ya no me siento pecadora ni sucia por motivos imaginarios. Y creo que el paraíso podemos crearlo nosotros, sólo que somos muy flojos. Esta es, en fin, mi historia. : ) Atte María Guadalupe